martes, 13 de noviembre de 2018

La "resurrección" del Cristo del Consuelo

Por su interés, reproducimos el artículo de Sánchez de la Rosa en su sección "El reloj de arena", publicado en el desaparecido diario La Verdad el domingo 12 de febrero de 2012, año en el que el Cristo del Consuelo fue la imagen del cartel anunciador de la Semana Santa de Albacete y que profundiza en la figura de su escultor Antonio Garrigós.


La "resurreción" del Cristo del Consuelo

La imagen del Cristo del Consuelo, protagonista de la Procesión del Silencio, ha sido elegida para el cartel anunciador de la Semana Santa de Albacete de este año, que será presentado el próximo 22, Miércoles de Ceniza, en el salón de plenos del viejo Ayuntamiento.

Al llegar este "paso" a las Carretas a medianoche, tras su salida del templo de la Purísima donde pasa el año, un estertor de oscuridad y redobles acaba con su vida. La expresión de la muerte está en sus ojos desde que lo esculpió aquel hombre bueno que se llamó Antonio Garrigós Giner, que tuvo aquí un hijo cura y quiso dejar en Albacete la huella de sus pasos, haciendo esta talla que desfila el Jueves Santo, cuando el primer día de los tres que relucen más que el sol se entrega a las tinieblas. La procesión, a las doce, con Jesús de cuerpo presente, avanza por un callejero tradicional a oscuras, sabiendo muy bien a donde va. Es todo un entierro parroquial, como los que yo veía siendo niño desde la casa de la Ñoña, mi abuela, en la calle Concepción, la mujer que mejor hacía el moño de picaporte a las muchachas que se vestían de manchegas. Entonces salían de la iglesia los cortejos fúnebres y el duelo se despedía en la calle Salamanca, siguiendo el féretro, ya solo con la familia, hasta el cementerio municipal.

Recuerdo muy bien aquellos cortejos desde el templo familiar donde fuí bautizado. Este desfile pasional, también funerario, arranca de "la Compañía", la iglesia que la gente llamaba así porque allí estuvieron los jesuitas hasta que fueron expulsados de Albacete, como en todas partes. La imagen de Garrigós cruzará otra vez el barrio obrero al final de la Cuesta bajando por la calle del Tinte hasta Teodoro Camino para seguir por la Avenida de España y después alcanzar la Plaza de Gabriel Lodares y tomar la gran ruta urbana por la Calle Ancha, recibir el homenaje floral de los tulipanes del Altozano y continuar trayecto arriba por San Agustín para volver a casa. El latido sonoro del tambor y los pasos penitentes -como prefieren llamarse estos cofrades- acompañarán en todo momento un tránsito que conmemora un tiempo de angustia y de dolor, la horas que pasan, en el filo de un viento como el de una navaja, que traspasa el alma, con los macizos de claveles en las andas para mitigar una escenografía dramática. Cuando venía Garrigós a la ciudad, ensayando el destino de su obra, solía dar un paseo por el Parque, el sitio favorito de un visitante que nunca sería forastero. Tuve ocasión de hablar muchas veces con él, desde que nos presentó su paisano Elías Ros, compañero en Radio Albacete. Rechazaba amablemente las entrevistas -"yo prefiero expresarme con el cincel"-, decía, pero era un conversador locuaz, amenísimo, que contaba anécdotas de su juventud y lo que llamaba "tostones de viejo". Un domingo, después de la misa de doce en la que coincidimos, le acompañé en su paseo. Al llegar al monumento dedicado a Saturnino López se interesó por el personaje. Le expliqué que fue un filántropo al que los albaceteños debíamos el agua, pues nos cedió el manantial de su propiedad en el paraje de los Ojos de San Jorge. No le escandalizó que yo le dijera que fue "un santo republicano", pero sí hizo un comentario sobre el agua, "que cuando falta ocasiona enormes problemas, en realidad es una lucha ancestral por su posesión, porque es imprescindible para la vida", vino a resaltar, citando la "sed bíblica" que dio lugar en la historia a grandes conflictos. Y todo el rato se lo pasó elogiando la ciudad que dijo querer como si fuera la suya. "Por algo en el pasado fuimos ciudadanos de la misma región", matizó.

El escultor, nacido en el pueblo murciano de Santomera y con un bagaje artístico notable, se dio a conocer en Albacete en 1951 en una exposición en el Casino Primitivo. Allí recibió a un grupo de personas interesadas en su trabajo para encargarle el Cristo que habría de ser una joya de nuestra imaginería de la Pasión. Entre los visitantes se encontraba su hijo, Antonio Garrigós Meseguer, que era coadjutor de la parroquia de la Purísima, y que accedió a colaborar en el proyecto, eso sí, descartando toda vinculación que tuviera algo que ver con cuestiones económicas o comerciales. Serían los primeros contactos que culminarían con la creación de una escultura personalísima del artista que murió en Madrid, a los 80 años de edad, tras medio siglo de profesión, en 1966. Nadie que le conoció ha podido olvidar su voz cálida, su mostacho blanco, su caballerosidad. Nos dejó este crucificado que expira con las agujas del reloj municipal clavando la hora crucial y su corazón ya detenido en la eternidad, que late sin embargo, como el de su autor, en la devoción y en la memoria albaceteña. Garrigós fue uno de los artistas murcianos interesados en cultivar un arte integrado en las tradiciones locales, "plasmando en figuras y terracotas -como destacó un crítico- una mezcla de innovación y costumbrismo que gustó tanto dentro del país como fuera". Frecuentó el conocido Grupo del Café Oriental, un café céntrico de Murcia en el que se reunían en animadas tertulias distintos artistas, entre ellos el pintor Luis Garay, que sería suegro y maestro del albaceteño José Antonio Lozano. Su estilo tenía claras reminiscencias románticas y en varias obras de estilo italianizante.

Su imagen del Cristo del Consuelo, motivo de esta crónica, desfiló por primera vez en la Semana Santa de 1951, en la Procesión del Silencio, que curiosamente ya se celebraba, aunque se ignora su continuidad, en 1926. La nueva cofradía -en la que estaban vetadas la mujeres- se había fundado ese mismo año y sus miembros desfilaron sin túnica, luciendo en el pecho un crucifijo con un cordón morado.

El cartel que difundirá la imagen "resucita" en la litografía toda su patética dimensión artística, y nos permite renovar nuestra admiración por la figura inolvidable de su autor.